Este artículo forma parte de la revista TintaLibre de abril. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con TintaLibre pueden hacerlo a través de este enlace. Los ya suscriptoras deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.es o 914 400 135.

La última vez que he escuchado el comentario ha sido recientemente. Fue en una conferencia del nuevo ministro de Economía, Carlos Cuerpo. El presentador era el ex presidente de la Junta de Extremadura Guillermo Fernández Vara, ambos extremeños. Fernández Vara contó que los fines de semana los pasa en su pueblo natal, hablando y paseando con amigos de juventud. En uno de estos paseos, uno de sus paisanos le preguntó si conocía al nuevo ministro de Economía. Al decirle que sí, su paisano le comentó: “a este sí se le entiende”. Este comentario es un verdadero sambenito para la profesión. De ahí que piense que el mayor elogio que te pueden hacer como economista después de una conferencia, un artículo o una intervención de cualquier tipo es que alguien te diga: “mire, le he entendido”.

La mayoría de la gente dice no entender a los economistas, ya sea cuando hablan como expertos o como responsables de la política económica de los gobiernos o de los bancos centrales. Se les acusa de ser opacos y herméticos en su discurso económico. Quizá donde esta opacidad y hermetismo alcanza mayores cotas es en el lenguaje de los banqueros centrales. Una muestra es una anécdota que se cuenta de Alan Greenspan, influyente presidente de la Reserva Federal — el banco central de los Estados Unidos — entre 1987 y 2006. En una rueda de prensa una periodista le interpeló diciendo: “De sus palabras entiendo que la Reserva Federal va a aumentar los tipos de interés”. A lo que Alan Greenspan respondió: “Si usted me ha entendido es que no me he explicado bien”.

El que no se les entienda tiene que ser un motivo de fuerte preocupación, teniendo en cuenta la influencia que se les atribuye en la formación de la opinión pública sobre los asuntos económicos y en dar forma a la política económica en asuntos importantes como el empleo, la producción, los impuestos, las pensiones o la sanidad. Las ideas económicas dominantes son importantes. En muchos casos, como señaló John Maynard Keynes, son más importantes que los intereses a la hora de orientar las políticas económicas de los gobiernos y la conducta de las empresas.

Esta opacidad y hermetismo del lenguaje de los economistas probablemente puede explicar la creciente desconfianza en sus opiniones y propuestas de políticas y reformas. Esta desconfianza tiene efectos perniciosos sobre la eficacia de las políticas, en el funcionamiento de la economía y, más allá, en la confianza en la democracia, como diré más adelante.

En un artículo con el expresivo título de “Los economistas están en el desierto. ¿Pueden encontrar una manera de volver a ejercer influencia?” (The New York Times, 10.01.2025), el periodista Ben Casselman da noticia del desarrollo de la reciente reunión anual en San Francisco de la American Economic Association, la mayor y más influente asociación de economistas del mundo. Cuenta una anécdota que expresa bien este distanciamiento y desconfianza que se ha producido entre los economistas y la gente común. En medio de una mesa redonda, Jason Furman, economista prestigioso y ex asesor del presidente Barack Obama, se dirigió a Kimberly Clausing, ex miembro de la administración Biden y autora de un libro que ensalza las virtudes del libre comercio. “Todos en esta sala están de acuerdo con su libro”, dijo Furman. “Nadie fuera de esta sala está de acuerdo con su libro”. Jason Furman advirtió que los economistas deben “hacer un mejor trabajo… entendiendo los problemas que preocupan a la gente”. Casselman menciona también la observación de Glenn Hubbard de que demasiados economistas han sido “despectivos e insensibles” con respecto a las preocupaciones de la gente. Comentando este artículo de Casselman, el conocido economista crítico con la corriente principal James K. Galbraith ha señalado que los errores de pronóstico y el “lenguaje arcaico” de los economistas les haya hecho alejarse de la gente (Project Syndicate, 20/01/2025).

¿Cuál es la causa de que a los economistas no se les entienda? Descartando la hipótesis de que lo que pretenden con su lenguaje hermético sea ocultar intereses particulares, podemos explorar dos explicaciones. Una es que, en realidad, los economistas no buscan hablar a la gente, ni, por tanto, ser comprendidos por ella. La otra es que, por formación (o por deformación), los economistas tienen una dificultad adquirida para ser comprendidos por la gente común. Déjenme explorar estas dos ideas.

A quién hablan los economistas

Cuando hacen propuestas de políticas y reformas para mejorar las cosas, los economistas no buscan hablar a la gente común, sino al poder, ya sea el poder político o económico. Con ello tratan de ganar influencia política para sus propuestas. En otros casos, hablan a sus congéneres de profesión, para ganar reputación en el gremio y ascender en las posiciones académicas o en organismos económicos internacionales.

Esta orientación a hablarle al poder está muy asentada en la investigación que hacen los economistas. Es habitual que los trabajos académicos o profesionales acaben con un epígrafe dedicado a “implicaciones de políticas”. De esta forma, los economistas con vocación reformadora cruzan con demasiada rapidez la frontera que va del análisis positivo a las propuestas de política. No se paran a considerar las preferencias sociales ni las circunstancias políticas que pueden hacer viable o inviable sus propuestas. No sucedía así con las obras de los clásicos de los siglos XVIII y XIX, que se titulaban “Economía política”, precisamente por tomar en consideración las motivaciones reales de la gente y las circunstancias que podían hacer políticamente viables sus propuestas.

Este atajo que toman los economistas al dirigirse directamente al poder buscando hacer posibles sus propuestas, les hace comportarse como dictadores benevolentes: desean mejorar las cosas y la vida de la gente, pero no consideran que sea necesario contar con su opinión ni con su apoyo. Pero este atajo reformista hace que en muchas ocasiones se violenten las preferencias de la población y que, en muchos casos, se le impongan políticas y reformas que no comprenden ni apoyan. Es evidente que la profesión necesita un manual de ética para economistas reformadores.

El atajo que toman los economistas al dirigirse directamente al poder buscando hacer posibles sus propuestas, les hace comportarse como dictadores benevolentes: desean mejorar las cosas y la vida de la gente, pero no consideran que sea necesario contar con su opinión ni con su apoyo.

Sin embargo, en la profesión existe una buena tradición de uso de la persuasión y de la búsqueda del consentimiento de la población para las propuestas de reforma. En este sentido, son históricos los Ensayos de persuasión de John Maynard Keynes, el economista que mayor influencia tuvo en la comprensión de las causas de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado y en la política económica de la postguerra. La obra es en buena parte la reunión de escritos de Keynes dirigidos a una audiencia popular. Otro ejemplo de persuasión y lenguaje económico claro de los años de la Gran Depresión fue el presidente Franklin D. Roosevelt. Su mítico discurso al Congreso del año 1941 sobre “Las cuatro libertades” o su utilización de la radio con sus “charlas desde la chimenea” son también ejemplos de persuasión y lenguaje claro. Más recientemente, un ejemplo de persuasión y lenguaje económico claro ha sido la influyente columna del economista y premio Nobel Paul Krugman en The New York Times. Pero lo habitual es que los economistas reformistas actuales desdeñen la importancia de la persuasión y de hablarle a la gente.

Si los economistas quieren hacer mejor su trabajo, evitar errores y ser más útiles, deberán seguir el consejo de un sabio economista como Robert Skidelsky. A la pregunta de qué falla en la economía y cómo hacerla más útil a la sociedad, Skidelsky responde que de ahora en adelante, cuando los economistas hagan propuestas para mejorar las cosas, deben buscar el consentimiento de la gente, antes que el apoyo del poder (¿Qué falla con la economía? Manual urgente para combatir la incertidumbre, 2022). Es decir, deben hablarle a la gente con un lenguaje claro y persuasivo.

La necesidad de que los economistas se orienten a hablar a la sociedad se verá acentuada en la nueva era económica abierta en la década de los veinte de este siglo XXI. El cambio climático y la transición a una economía verde introducen un nuevo reto existencial para las sociedades, y para el propio capitalismo y la democracia: la sostenibilidad climática y medioambiental. Ahora el problema económico para los gobiernos y las sociedades ya no es maximizar el crecimiento sin tomar en consideración sus consecuencias medioambientales y climáticas, como lo ha sido en las décadas anteriores. Ahora nos enfrentamos a una economía de trade-off, de choques entre objetivos igualmente deseables pero en conflicto: crecimiento versus sostenibilidad. Tenemos que seguir creciendo, pero de forma sostenible y respetuosa con el clima, el medio ambiente y el capital natural que nos ofrece la naturaleza.

La elección de equilibrios socialmente deseables entre objetivos en conflicto no es una cuestión tecnocrática, que puedan decidir los economistas. Son equilibrios que han de responder a las preferencias de la sociedad. Los economistas tienen que ser conscientes de que hemos abandonado la economía de la “maximización” y de las “soluciones óptimas” (“First Best”) para entrar en una economía de “segundos óptimos”, donde lo mejor es enemigo de lo bueno. Para tomar esas decisiones sobre objetivos socialmente deseables pero en conflicto, como son el crecimiento y la sostenibilidad medioambiental, necesitamos sociedades informadas. Sociedades que sepan diferenciar entre lo que son políticas pragmáticas, con sus costes y beneficios, de lo que son políticas populistas o ideológicas, que para problemas complejos ofrecen soluciones simples y rápidas, pero equivocadas.

Los economistas tienen que ser conscientes de que hemos abandonado la economía de la “maximización” y de las “soluciones óptimas” (“First Best”) para entrar en una economía de “segundos óptimos”, donde lo mejor es enemigo de lo bueno.

En esta nueva economía de trade off, el papel de los economistas es hablar a la sociedad para que los ciudadanos puedan formar sus preferencias sobre estos equilibrios entre objetivos en conflicto. Las consecuencias son importantes para el funcionamiento de las democracias y la política económica democrática: ya no son legítimas ni eficientes las políticas tecnocráticas top-down, con decisiones que van de arriba abajo; necesitamos políticas democráticas, down-top, que vayan de abajo arriba e incorporen las preferencias de la gente sobre esos objetivos en conflicto.

Un análisis económico sin personas humanas

El argumento que acabo de exponer no explica por sí solo por qué los economistas cometen tantos errores a la hora de predecir la evolución de la economía o por qué apoyan políticas equivocadas que a menudo producen un gran dolor social. Un ejemplo de esto fue la incapacidad para predecir la crisis financiera de 2008/2009 y la recesión económica que le siguió; y por qué apoyaron las llamadas políticas de austeridad, que tanto daño económico y dolor social produjeron. Más recientemente, los economistas tampoco han sido capaces de pronosticar el shock de precios de 2021/2022, ni la naturaleza transitoria de la inflación resultante. Y, quizá más importante, tampoco han sabido explicar la desaceleración de la productividad y del crecimiento a largo plazo de las economías desarrolladas occidentales.

Hay una raíz profunda en el análisis económico convencional que dificulta que los economistas puedan abandonar su lenguaje opaco y hermético y que, por tanto, la gente común pueda entenderles; ni que puedan anticipar con mayor acierto el comportamiento de la economía. Es una raíz que está arraigada en la forma de pensar que utilizan los economistas de la corriente principal para analizar el comportamiento económico de la gente.

Aunque puede sorprender a los no economistas, el sujeto de estudio del análisis económico convencional no son personas humanas reales, con sus emociones, dudas, miedos e incertudumbres; es el Homo economicus, una persona hipotética que se comporta racionalmente de acuerdo con su propio interés egoísta y que, mediante evaluaciones racionales, intenta maximizar su utilidad como consumidor. Esta visión, que tiene alguna virtualidad para analizar comportamientos en mercados concretos, produce trivialidades, fallos de previsión y apoyo a políticas erróneas, a menudo imposibles de implementar. Este enfoque de comportamiento basado en el supuesto de la existencia de un gen egoísta en la conducta económica de la gente produce rechazo hacia la economía. Recuerdo cómo hace años una buena alumna me dijo que abandonada el estudio de la economía porque se daba cuenta de “que la hacía mala persona”.

La idea de que las personas se comportan fundamentalmente como consumidores maximizadores de utilidad tiene una larga tradición en la economía. Desde los tiempos de Adam Smith, el fundador del análisis económico moderno, y de David Ricardo, un rico agente de Bolsa londinense y hacendado partidario del libre comercio, a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, la economía ha examinado el comportamiento de la gente fundamentalmente como consumidores. Desde esta perspectiva el comportamiento económico vendría explicado por su interés en maximizar su bienestar comprando bienes y servicios baratos, se produzcan en el país o en el extranjero. Este argumento favorece el comercio internacional y los mercados libres.

A lo largo del tiempo, hasta llegar a nuestros días, este punto de vista clásico que ve a los ciudadanos como consumidores ha pasado de los economistas académicos a los think thanks que asesoran a las élites económicas, a los gobiernos, a los intelectuales y, finalmente, a los medios de comunicación. “Creo en los mercados libres” se ha convertido en un mantra político.

El problema con esta visión reduccionista de las motivaciones del comportamiento económico y de los objetivos de las personas ha hecho que el análisis económico y el gobierno de la economía de las democracias liberales tengan un punto ciego peligroso: el olvido de la producción y el empleo. Este punto ciego tiene consecuencias importantes. En primer lugar, no permite comprender la importancia que para las personas y para la riqueza de los países tiene el empleo y la producción, así como la necesidad de disponer de políticas industriales y comerciales que fomenten la producción y los buenos empleos. En segundo lugar, ha llevado a implementar políticas económicas equivocadas, que han provocado desindustrialización y pérdida de buenos empleos de clase media en medianas ciudades y comunidades locales, ampliando, de esta forma, la brecha de prosperidad con las grandes areas metropolitanas.

Esta ceguera de la economía respecto a la importancia de los buenos empleos y de la prosperidad compartida ha sido especialmente aguda en la era del neoliberalismo, en las últimas cuatro décadas. Sus consecuencias sociales y políticas han sido importantes. Por un lado, ese punto ciego ha impedido a los economistas de la corriente principal y a los gobiernos de las democracias liberales prever la pérdida de buenos empleos de clase media que se produjo con la desindustrialización asociada a la globalización de las últimas tres décadas. Por otro, no ha permitido anticipar el dolor y el mal humor social que iban a producir las políticas neoliberales: la pérdida de prosperidad de muchos territorios y pequeñas y medianas ciudades y la creciente desigualdad de ingresos, riqueza y oportunidades. Opciones políticas y dirigentes autoritarios ofrecen revertir esa pérdida de buenos empleos y recobrar la prosperidad de los países. Si no hubiese habido esa ceguera, habría sido fácil prever lo que está ocurriendo ahora en las democracias liberales: la disminución del apoyo a los partidos democráticos y el aumento del apoyo electoral a opciones y dirigentes autocráticos, cuando no totalitarios, que ofrecen revertir la pérdida de buenos empleos y de prosperidad con políticas nacionalistas y proteccionistas. Existe investigación económica muy clara que demuestra que el triunfo de Donald Trump en 2016 o el Brexit se produjeron precisamente por el apoyo masivo en aquellos territorios y pequeñas y medianas ciudades y comunidades que en mayor medida habían perdido buenos empleos y prosperidad durante el período de desindustrialización. Los Lunes al sol, la película de Fernando León de Aranoa, transcurre precisamente en una ciudad industrial antes próspera, Vigo, en la que la desindustrialización desaforada hizo que muchas personas perdiesen los buenos empleos, y, con ellos, el sentido de la vida.

¿Qué sucede si cambiamos el enfoque y suponemos que la mayoría de las personas valoran más los buenos empleos que el consumir bienes baratos fabricados en otros países? Esta fue la pregunta que se hizo el reconocido economista Alan S. Blinder en un artículo publicado en 2019 (“The Free-Trade Paradox. The Bad Politics of a Good Idea”, Foreing Affairs). Frente al foco de los economistas en “el bienestar de los consumidores”, Blinder observó que las encuestas de opinión muestran “un apoyo tibio al libre comercio y una comprensión aún menor de sus virtudes”. Este desacoplamiento entre las preferencias de la gente y las de los economistas lleva a Blinder a afirmar que es posible que los economistas y los responsables de las políticas económicas hayan juzgado mal lo que más importa a esos consumidores. Señala que tal vez el público vea que “el objetivo central de un sistema económico es proporcionar empleos bien pagados, no proveer bienes baratos”. “Si es así, concluye, el argumento estandar del libre comercio se evapora”.

Estas consecuencias sociales y políticas nefastas de un análisis económico sin personas humanas reales ya fueron señaladas de forma brillante y convincente por George A. Akerlof y Robert J. Schiller, ambos premios Nobel. En un libro publicado en plena crisis financiera y económica de 2008/2009 (Animal Spirits. Cómo influye la psicología humana en la economía, 2009) explicaron por qué los economistas no habían sido capaces de pronosticar la gran crisis financiera y económica de esos años, por qué no saben comprender las conductas humanas y por qué recomiendan políticas erróneas. Su tesis es que precisamente los economistas estaban utilizando modelos de macroeconomía sin personas humanas reales, olvidando las lecciones que había enseñado John Maynard Keynes. Con su sugerente título, Akerlof y Schiller vuelven a la herencia de Keynes para señalar la importancia de incorporar las motivaciones de las personas humanas reales relacionadas con “la confianza, la justicia, la corrupción y las conductas antisociales, la ilusión monetaria y las historias que se cuentan las personas”. Con brillantez y persuasión, señalan cómo al introducir estas motivaciones humanas en el análisis económico es posible explicar y pronosticar por qué las economías caen en recesión, por qué hay personas que no encuentran trabajo, por qué ahorrar para el futuro es tan arbitrario, por qué los mercados inmobiliarios experimentan ciclos, o por qué la pobreza arraiga durante generaciones en los más desfavorecidos.

Un ejemplo próximo de los errores de predicción que comenten los economistas cuando no se tienen en cuenta esas motivaciones económicas de las personas lo tenemos con el buen comportamiento de la economía española desde 2022. Los economistas y centros dedicados a predicción económica se han equivocado sistemáticamente al predecir la evolución positiva de la actividad económica y el empleo en España. Los errores son muy elevados, del orden del 1,5 y 2 puntos del PIB. Incapaces de explicar las causas de estos errores de predicción, hablan de “sorpresas positivas”. Es un eufemismo para ocultar su incapacidad. Esos errores no se producirían si se tuviese en cuenta los sentimientos de “confianza” y de “justicia” que en el comportamiento de los hogares y las empresas introdujeron las medidas de reparto equitativo de las costes de la crisis económica de la covid, como los ERTE, y el diálogo social entre sindicatos y empresarios para aprobar la reforma laboral de 2022 y el Acuerdo sobre Empleo y Negociación colectiva salarial de 2023.

Los economistas y centros dedicados a predicción económica se han equivocado sistemáticamente al predecir la evolución positiva de la actividad económica y el empleo en España.

Sabemos cuál es el camino para que los economistas se desprendan de su lenguaje opaco y hermético, para que sean capaces de predecir mejor el comportamiento económico de las personas y para que favorezcan políticas económicas que fomenten los buenos empleos de clase media y la prosperidad compartida. Tienen que abandonar las formas de pensar basadas en modelos que no incorporan las motivaciones y las preferencias de la gente común. Necesitamos una macroeconomía con “espíritus animales”, utilizando el lenguaje de Akerloff y Schiller. Pero mi optimismo acerca de que los economistas sepan hacer mejor su trabajo en el futuro es moderado. Como he señalado al principio, en la referencia a la reunión de este enero pasado de la American Economíc Associaton, el lenguaje opaco y hermético y las actitudes desdeñosas e insensibles hacia las preocupaciones de las personas siguen estando muy arraigadas en los economistas de “primer nivel”, que son los que ocupan las posiciones más influyentes en las principales universidades, en los organismos económicos nacionales y en el asesoramiento a los gobiernos. Pero hay que esperar que a fuerza de errores acaben haciendo mejor su trabajo: logrando que la gente les entienda y confíe en ellos.



Source link

Artículo anteriorCLV comienza con la colaboración con A24
Artículo siguienteSe espera que el revisión del último heredero de la cervecería nacional extrabajador pague noticias efectivas de posesiones