Como en toda buena historia de emprendimientos , Antonio Saman comenzó su negocio con cero dólares de capital, allá por 1978. Tres décadas después su idea se ha convertido en Galasam, una rentable empresa turística que administra tres yates de lujo en Galápagos y guía a miles de turistas nacionales y extranjeros en sus recorridos por las Islas Encantadas. Saman, propietario y fundador de la flota, recuerda una serie de crisis que pudieron hundirlo (como a algunos de sus barcos) en varias ocasiones, pero señala que la clave para que su emprendimiento se haya mantenido siempre a flote fue nunca perder la fe en su proyecto, sin importar qué tan dura era la marea o los vientos que soplaban en su contra.
La vida de Galasam comenzó con el asma juvenil de su dueño. Antonio Saman, a sus 15 años, se mudó a la región insular porque el clima marino favorecía su respiración y una vez allá notó una necesidad que más tarde identificaría como un mercado en potencia: el del turismo por las islas. “Fui a hacer un tour y el dueño del barco me dijo que le ayudara a vender el recorrido, necesitaba pasajeros porque nadie iba para allá”, explica Saman. Ya con una veintena de años encima, en el interior de un almacén de ropa que tenía su madre en Guayaquil, el emprendedor montó una pequeña oficina para maquinar la forma de enviar turistas hacia Galápagos. “No tenía ni un solo dólar de capital”, recuerda, “la gente se me reía”.
Metido en una coraza de ideales para soportar las burlas, Saman siguió adelante con su idea: primero armó un folleto con sus propias manos y luego se lanzó a las agencias de turismo para promocionar su servicio. “Una señora hasta me insultó, me dijo ¡qué es esta porquería que está trayendo!”, sonríe el empresario. Deprimido pero no derrotado, aplicó otra estrategia: dar comisiones a quienes lo recomendaban. Pasajero por pasajero consiguió a su primer grupo de ocho personas, al que mandó a Galápagos con entusiasmo. “Dos días después recibí un telegrama de los gringos, en que me decían que los había estafado y me iban a meter preso porque el señor del barco nunca apareció”, rememora Saman con una discreta carcajada.
Para su suerte eso no ocurrió. El pescador con el que había pactado para hacer el recorrido a los turistas sí llegó, pero con un día de retraso. Los pasajeros, a fin de cuentas, se llevaron una buena experiencia y empezaron a regar información sobre el servicio. Ese primer grupo fue clave para que el tráfico aumentara y Saman pudiera dejar de alquilar embarcaciones para comprarse dos propias, naves de pesca, eso sí.
No todas fueron buenas noticias, sin embargo. El Parque Nacional Galápagos notificó a Galasam que no podía seguir operando porque Saman no era residente. Un trámite tras otro consiguió los permisos necesarios y el negocio consiguió navegar con viento en popa, con unos cuarenta pasajeros por semana para principios de los 80. Cuando las ganancias aumentaron, Saman decidió innovar su propio modelo de negocio: incorporó a su flota al Poderoso, un barco con cabinas independientes, más cómodo. Luego llegó el Yolita, más grande aún, y el San Pedro, con camarotes privados.
De nuevo, los problemas golpearon la cubierta de Galasam. Cada vez que recuerda las situaciones críticas de su negocio, Antonio Saman sonríe con transparencia. En aquellos días el San Pedro, su mejor embarcación, se hundió por una impericia del capitán. Superada esa crisis –el San Pedro fue rescatado- vino una nueva etapa de apogeo para Saman, hasta el 98 cuando apostó por un nuevo barco de fibra que terminó en el fondo del mar debido a una mala construcción. Cuando quiso cobrar el seguro llegó la crisis del dólar en el país y estuvo al borde de la quiebra, pero no perdió la convicción: con el dinero que le pagó la aseguradora (90.000 dólares exactamente) compró otro barco. La historia volvió a tener un giro de timón.
Gracias a nunca haber perdido la confianza, su emprendimiento sigue navegando hasta hoy, que ya cuenta con tres barcos de lujo y tiene al siguiente en planes. Galasam continúa inhundible en mar de los negocios por la perseverancia de su dueño.